La muerte: el día eterno... (I)

Publicado por Hasardevi | 11:19 | 0 comentarios »


Los puntos muertos, aquellos momentos en la vida en que sentimos que no hay salida, no hay punto de retorno y no hay luz al fondo del túnel. Son como un hundimiento vertiginoso hacia profundidades de oscuridad como sólo en el corazón del que sufre puede comprenderse. Por eso la expresión “muerto”, muerte, ligada a oscuridad, dolor, podredumbre, hastío, separación, aniquilamiento...

¿Por qué no lo contrario?, por qué no la luz, la gloria de la dicha, la plenitud al fin de la iluminación total: la liberación de ataduras.

En el Budismo, contrario a lo que se piensa. La muerte significa reintegración con el todo, el cosmos viviente dentro y alrededor de uno mismo, no más separación, no más oscuridad, no más lamento, la expansión de la conciencia en el amor total. No la aniquilación del Yo, sino más bien, el yo superior perfectamente en sintonía con el cosmos y todo lo que en él habita, desde la partícula más pequeña e invisible hasta las galaxias y universo inmensos. Imposible imaginarlo, a menos que se encuentre uno en un estado alterado de conciencia, a los cuales no siempre se accede por medios inductores como drogas. La práctica espiritual lleva también a ello, al menos a atisbos de ese estado de vida iluminado en el que la felicidad total llena cada átomo de vida.

Es verdad que las sucesivas vidas son parte de la rueda de la vida el “samsara” que nos ata en el karma. También podemos vivir en otros mundos, no sólo en este y finalmente, por elección también, fundirnos con el todo en la eternidad en júbilo indescriptible.

Flammarion, el sabio astrónomo francés nacido en 1842, dedicó su vida a la ciencia de la astronomía, al tiempo que cultivaba su convicción en el espiritismo y en la creencia de la vida en otros planetas. El, al igual que Carl Sagan, popularizó en su tiempo la astronomía y los misterios del Universo; uno con su serie de televisión “Cosmos” y el otro con sus escritos, especialmente el libro Astronomía Popular. Pero Sagan y Flammarion mostraban aspectos antagónicos, ya que Sagan luchó contra las "pseudociencias" y Flammarion cultivó su interés por lo “oculto”, incluso fue amigo de Alain Kardec, autor de El libro de los espíritus. Hay que decir que Kardec fue un lingüista que dominaba varias lenguas y que escribió libros sobre diversos temas incluída la Aritmética y la lengua francesa, no precisamente un ignorante o algo así.

Decía Flammarion: «Nuestros estudios nos muestran una verdad evidente: que el árbol de la ciencia está incompleto si falta la rama de la psíquica y que, de aquí en adelante, la antropología debe ser completada por esos conocimientos largamente desligados. Hay todo un mundo invisible por visitar». En su afán por estudiar lo pretendidamente sobrenatural, Flammarion investiga personalmente a diversos individuos que afirman poseer la capacidad de contactar con «el otro lado», sus estudios intentan desentrañar el mayor misterio del hombre: el enigma de la muerte y la posible supervivencia del alma. Entre 1920 y 1922 escribe su trilogía dedicada a este asunto: La muerte y su misterio. En ella plasma su convicción de que el hombre es capaz de vencer a la muerte: «De que el alma sobrevive a la destrucción del cuerpo, no tengo ni la menor duda». En su opinión, tras la muerte de algunas personas, su “mente” queda vinculada irremediablemente a los lugares que frecuentó duran te la vida. Dicha “esencia” podría ser recuperada mediante la presencia de personas especialmente sensibles, como los médiums. Los largos años de investigación habían inclinado la balanza hacia el otro lado: «Existen facultades desconocidas en el hombre que pertenecen al espíritu», manifestó. «Excepcional y raramente los muertos se manifiestan; no puede haber duda de que tales manifestaciones ocurren. La telepatía existe tanto entre los vivos y muertos como entre los vivos».

El 5 de junio de 1925, Flammarion se levanta temprano, como era su costumbre. Abre los postigos de la gran ventana que da a su jardín de Juvisy, aspira el aire fresco a pleno pulmón, admira una vez más el océano de verdor que rodea aquella vieja morada en el corazón de Francia, tiende los brazos en un gesto de invocación al esplendor del mundo y exclama, dirigiéndose a Gabrielle, su esposa:

-¡Ah, qué día tan espléndido, qué día espléndido!

Y se desploma, atacado por una crisis cardíaca.

El día espléndido era en realidad el día eterno.

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